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domingo, 25 de marzo de 2018

206. Minicuentos populares medievales

Recopilados por Caesarius (Siglo XIII)

Textos tomados de Leyendas medievales, de Hermann Hesse

Castigo del jugador que blasfemó contra la Virgen

   Un jugador que había perdido un juego, sintió envidia del otro, que había tenido suerte. Para mostrar su ira, comenzó a blasfemar contra Dios Nuestro Señor. Más su camarada, poseído por el mismo espíritu del mal, exclamó:
   —¡Calla! ¡Tú ni siquiera sabes blasfemar bien!
   Tras lo cual, comenzó a injuriar y a calumniar a Dios aún más terriblemente. Pero cuando prosiguió insultando y denostando a la Madre de Dios, sintióse una voz desde arriba:
   —Que yo sea calumniado, aún puedo consentirlo, pero que lo sea mi madre, no lo puedo tolerar.
   Pronto, un invisible rayo horadó al hombre allí mismo, dejándole una herida visible; entre espumarajos, el jugador entregó su alma a Dios.


Del caballero y el manzano

   Movido por el remordimiento, un caballero que había cometido muchas vilezas se confesó ante un clérigo. Éste le impuso, una u otra vez, penitencias que aquél no logró cumplir.
   —¿Hay alguna penitencia que puedas cumplir? —le preguntó el clérigo.
   —En mi finca hay un manzano que da unos frutos tan ácidos y miserables que jamás pude comerlos. Si estáis de acuerdo, sea mi penitencia que durante mi vida no pruebe una sola de esas manzanas.
   —Por todos tus pecados, te impongo que jamás comas a sabiendas los frutos de aquel árbol.
   El caballero se marchó y estimó que no había tal penitencia impuesta. Pero el árbol estaba en un sitio en que el caballero podía verlo cada vez que entraba o salía de su granja. Ello siempre le hacía recordar la prohibición y, con el recuerdo, pronto sobrevino la más fuerte de las tentaciones. Un día, pasó por delante del árbol y contempló las manzanas. Entonces, extendiendo su mano hacia una manzana, ya volviendo a retirarla, pasó casi todo el día entre impulso y retroceso. La lucha contra el deseo fue, empero, tan dura que quedó yaciendo bajo el manzano con el corazón palpitante y murió.


Monje del Mar - Johannes Sluperius

El abad de San Pantaleón

   En el convento del santo Pantaleón, en Colonia, un abad le entregaba, en secreto, dinero de la comunidad a un hermano carnal que estaba bastante versado en negocios. Pero se le malograba todo lo que emprendía. El dinero del convento se le convertía en fuego y el suyo en paja. No podía sino sorprenderse del florecimiento de los demás negociantes y de su propio fracaso. Mientras el hermano más dinero la daba, sus pérdidas eran cada vez mayores.
   —¿Qué haces, hermano? —le preguntó el abad— ¿Por qué malgastas así tu fortuna en perjuicio tuyo y mío?
   —Vivo muy modestamente, comercio con la mayor prudencia. No puedo entender qué sucede conmigo.
   Se apresuró, entonces, a ver a un clérigo, a quien le confesó todo.
   —Como el dinero que tu hermano te entrega es robado, ha devorado al tuyo —le explicó el clérigo—. No aceptes nada más de él y comercia con lo poco que te queda, y verás que te protege la mano bondadosa de Dios. Y, de todo lo que ganes, devuélvele la mitad a tu hermano y vive del resto, hasta que hayas devuelto todo el dinero que habías recibido del convento.
   El hombre siguió el consejo y, al poco tiempo, se enriqueció, habiendo devuelto el dinero del convento.
   —¿De dónde te viene ahora la riqueza, hermano? —le preguntó el abad.
   —De haber abominado de nuestro latrocinio.


Confesión particular

   Un joven novicio enfermó gravemente. No había podido hacer su confesión general ante el abad, pues éste se hallaba ausente. Como se le acercó a la muerte y el abad no regresaba, le confesó sus pecados al prior.
   Esa misma noche, el abad dormía en una posada. Ante su cama, se le apareció el espíritu del difunto, implorándole escuchar su confesión.
   —Gustoso te escucharía —le contestó el abad.
   Entonces, el joven confesó todos sus pecados. Su arrepentimiento era tan grande que hasta sus lágrimas parecían caer en el pecho del abad. Finalizada la confesión, dijo:
   —Me alejo con tu bendición, padre. Sólo ahora puedo salvarme.
   Con estas palabras, el abad se despertó y quiso comprobar si la aparición había sido real o un engaño de la imaginación. Palpó el hábito en el pecho, hallándolo completamente humedecido.
   Al narrarle su sueño al prior en el convento, éste le contestó:
   —La aparición ha sido real, pues a mí me hizo la confesión en el mismo modo y orden que os la hizo a vos.


Interpretar signos

   Un monje que estaba de viaje oyó cantar a un cucú. Contó veintidós voces. Lo interpretó como signo de que aún le quedaban  otros tantos años de vida. “¡Ea!”, se dijo, “¡aún he de vivir veintidós años! ¿Tanto tiempo he de enterrarme en el convento? Volveré al mundo, me consagraré a la vida profana y gozaré sus placeres  durante veinte años. Durante los dos años restantes, haré penitencia”.
   Pero Dios, que aborrece la interpretación de signos, dispuso sus designios de otro modo. Los dos años que aquél había destinado al arrepentimiento, se los dejó pasar en la vida profana; pero los veinte años que aquél había destinado a la vida profana, se los restó y lo hizo morir.


Paraíso: El Juicio Final - Fra Angelico

Cuaresma de contrición

   Cierto caballero, llamado Heinrich, de Bonn, participó de unos ejercicios de  cuaresma en el convento del abad Gevard. Regresado a su tierra, se encontró un día con el abad y le dijo que le vendiera, al precio que fuera, la piedra que estaba entre tal y cual columna del oratorio del convento.
   —¿Para qué la necesitáis? —preguntó el abad.
   —Quiero colocarla en mi cama, pues tiene la propiedad de que un insomne no necesita más que poner su cabeza en ella para dormirse de inmediato.
   Eso se lo había infligido el Diablo durante aquella penitencia cuaresmal; toda vez que al ir a la iglesia para rezar y se sentaba en aquella piedra, le asaltaba el sueño.


Visita al infierno

   El conde Ludwig Jr. prometió una casa a quien le dijera la verdad sobre el alma de su padre. Esto llegó a oídos de un caballero pobre, muy versado en las artes negras, quien evocó a un espíritu del mal y lo conjuró a decir dónde reposaba el alma del conde Ludwig. El demonio le juró al caballero, por el Supremo y por su terrible juicio, que lo llevaría al sitio y lo regresaría sano y salvo. Ya en el infierno, vio lugares horrorosos y castigos de todo tipo. Llegaron hasta donde un terrible diablo que estaba sentado sobre un agujero. Por petición de su guía, aquél quitó la tapa ardiente, introdujo una trompeta de bronce y la tocó con tanta fuerza, que al caballero le pareció que se estremecía todo el universo. Al rato, el abismo escupió llamas de azufre y, junto con las chispas, se elevó el conde. Entonces, el caballero le dijo:
   —Vuestro hijo quiere saber sobre tu estado y si te puede ayudar de algún modo.
   Ludwig dijo que su estado era evidente, pero que podían ser mitigados los tormentos de su alma si su hijo devolvía tales y cuales propiedades, de las que él se había apropiado injustamente. Como el caballero le indicara que el conde no se lo creería, Ludwig le dio una seña que sólo conocían él y su hijo. Luego, se hundió en el abismo ante los ojos del caballero, a quien el diablo llevó de vuelta. No perdió la vida, pero estaba tan pálido y debilitado que apenas se le reconocía. Unos días después, transmitió al hijo las palabras del padre, pero de poco le sirvió al condenado, pues aquél no quería entregar las propiedades.
   —Reconozco las señales y no dudo de que hayas visto a mi padre. No se te privará de la recompensa prometida.
   —Conservad vuestra casa —dijo el caballero—. De ahora en adelante sólo pensaré  en la salvación de mi alma.
   Se despojó de todo y se convirtió en monje cisterciense.