Bienvenidos a la edición cibernética de la Revista Ekuóreo, pionera de la difusión del minicuento en Colombia y Latinoamérica.
Comité de dirección: Guillermo Bustamante Zamudio, Harold Kremer, Henry Ficher.

domingo, 17 de febrero de 2013

72. A dos años de la muerte de David Sánchez Juliao


   Nació en noviembre 24 de 1945 en Santa Cruz de Lorica, departamento de Córdoba, Colombia, y murió en febrero 9 de 2011 en Bogotá, DC, Colombia.
   Fue un escritor, periodista, cuentista y diplomático. Escribió novelas, cuentos, minicuentos e historias para niños. Obtuvo el Premio Internacional Dulcinea 2000, otorgado por la Asociación Cervantina de Barcelona. La Fundación Libros y Letras le otorgó el Premio Nacional de Literatura 2003 por Vida y Obra. En Colombia, fue varias veces premio nacional de cuento, de libro de cuentos y de Novela (Plaza y Janés). De varias de sus obras se han hecho adaptaciones para cine y televisión que han obtenido diecisiete Premios India Catalina en el Festival de Cine de Cartagena televisión. Ha sido traducido a doce idiomas.
   En 1975, inauguró el género de las historias grabadas de viva voz, con las cuales obtuvo galardones de Disco de Platino Sonolux y Disco de Oro M.T.M.
   Fue profesor invitado en universidades de Norte y Sur América, Europa, Asia, África y Oceanía. También fue embajador de Colombia en la India y en Egipto entre 1991 y 1995.


Yo soy cazador de los buenos

   Yo, señor, soy de Montería y soy cazador, para servir a usté. Cazador de los buenos. Tan de los buenos que no tengo en mi casa un solo trofeo, pues ¿para qué?, si siempre espero cazar un mejor animal que los que ya he cazado. Digamos que mi trofeo es la hombría y la verraquera que siempre cargo conmigo, y es un poquito también la esperanza. Yo, por ejemplo, soy el sinuano (usté ya ha debido haber oído hablar de mí) que mató al Cóndor de los Andes.
   ¿Qué qué? ¿Qué el Sinú y Montería es tierra plana, y que por aquí no anidan cóndores? Se equivoca, señor. Este que se está golpeando el pecho es el propio Dagoberto Aguilar, el cazador verraco que mató al Cóndor de los Andes.
   ¿Qué dónde lo maté? En el mismito Alto Sinú, a quince leguas del mar y a dos nada más de Montería. ¿Y qué cómo fue? Mire, le cuento:
   Había salido yo a cazar con mi escopeta 12 de dos cañones, la que siempre uso para tirar a los cóndores. Caminé las primeras dos leguas río arriba, por toda la orilla. Al cumplir las dos leguas de caminada viré a la derecha y me metí a la montaña; y de pronto se me oscureció el día. ¿Y esto qué es —me pregunté—, eclipse en pleno día? No. Era el Cóndor de los Andes que se me había parado arriba en el aire. Miré hacia arriba, y lo vi: grande como un avión, negro y peludo, y con la golilla roja en el cuello como en el escudo. Ahí mismo monté la escopeta, los dos cañones, y ahí te voy: pum. Los dos cartuchos al tiempo. Y mire, señor, se viene al suelo ese animalón, dando polines y bramando, ggrr, como un toro. El día se clareó de nuevo y el Cóndor de los Andes quedó ante mis ojos, las alas abiertas como crucificado, mirando al cielo. Medía tres metros de punta a punta, de ala a ala.
   ¿Qué me dice? ¿Qué era un gallinazo o un golero? ¡No sea pendejo, señor! ¿Y el letrero que tenía en el pecho y que decía “Libertad y Orden”?
(Antología del cuento corto colombiano)


El catalejo

   Una mujer amó a un marinero. Un buen día, el marinero tuvo que viajar... por años. La mujer entonces, compró un catalejo para sentarse a mirar el mar a la espera de su hombre. Pasó el tiempo. La mujer aprendió el sabor de la espera y supo del color de la añoranza; y ambas cosas le gustaron. Un día, el marinero volvió, y se amaron como locos por tres meses; rompieron la cama y deshilaron la hamaca. Pero un buen día (otro), el hombre se levantó y encontró a la mujer instalada en la terraza mirando al horizonte por el catalejo. “¿Qué buscas?”, preguntó el hombre, y la mujer respondió: “A ti”.
(Segunda antología del cuento corto colombiano)


El cazador de tigres

   Como ya le he dicho, yo soy aficionado a cazar tigres. ¡Las cosas que hace el hambre, ¿verdad? ¡Pero bueno!, cada cual tiene su manera de entretener el estómago, ¿o no? Sucede que un día, salí de mi casa antes del sol y me fui a la montaña. A la montaña donde siempre los cazo, porque ahí los hay en abundancia. Amarré mi caballo en un claro de los árboles, no fuera y le fuera a servir de carnada; imagínese: uno con tigre y cuero pero sin caballo. Lejos de ahí, me senté a esperarlo, pero el tigre no vino. Pasó una hora y pasaron dos. Pasó el medio día también, y vino la tarde, pero el tigre no vino con ella. Cansado ya, vi que empezaba a oscurecer. Cuando se hizo tan negro que ni la palma de la mano se veía, caminé por entre los árboles y a tientas encontré mi caballo. Era muy noche cuando emprendí la vuelta a casa. Menos mal que al salir de la montaña y entrar en los caminos, la luna se hizo presente y me alumbró la ruta. En el pueblo, la gente tomaba el aire fresco de la noche recostada a las paredes en los tauretes, y conversaba a la luz de las colins. No más fue verme pasar frente a las primeras casas, y empezar a correr, a meter los tauretes y las lámparas, y a encerrarse con tranca. Hasta se oía el traque traque de las puertas que se cerraban y de las trancas que caían en las alcayatas. Qué tendré yo, me preguntaba. Qué aspecto habré traído de la montaña. Pero bueno, me dije: como a la gente le hago tan poco caso... el caso es que llegué a mi casa y entré al patio por la puerta del corral. Y mire usté, hombre: solo cuando llego al palo de totumo donde siempre amarro el caballo... me doy cuenta de que no venía montado en mi caballo sino en el tigre.
(Español Comunicativo 8. Jeanette Uribe et Al. Bogotá: Norma, 1988)


Ojo por ojo

   Obstinado en conseguir el Premio Nobel de microbiología, un viejo científico se dio a la tarea de observar a través de microscopio todos los detalles de la vida de un microbio.
   Más tarde el científico se enteró de que, mirando hacia arriba y observándolo a él, tanto aprendió el microbio, que ganó sin gran esfuerzo entre su raza el premio mundial de oftalmología.
   El viejo científico nunca llegó a Nobel. Murió de envidia cuando observó en el microscopio la ceremonia y la premiación de su “objeto de investigación”.
(El arca de Noé. Bogotá: Tercer mundo, 1976)


Centroamérica

   Le dijeron que Pedro era un buen poeta y que valía la pena conversar con él en su viaje por Centroamérica. Al bajar de México, fue a buscarlo. Una adusta mujer abrió la puerta y, con pocas muestras de cortesía, le dijo: “Aquí no. Vaya a verlo a esta dirección”. Le entregó un papelillo con señas escritas de antemano. Las señas se cerraban con una extraña frase: “Justo frente a la puerta del Bar Don Francisco”. Aquello se le antojó absurdo, pero, ¿qué otra cosa podía hacer sino seguir las instrucciones?
   Consiguió un taxi que lo condujera al sitio. En efecto, había un bar llamado Don Francisco, justo frente al cementerio.
   Dos días después supo que la mujer que lo había recibido con rudeza era la madre de Pedro. Pedro había desaparecido un año atrás: fue hallado muerto al borde de una carretera. En medio de su dolor, la madre había inventado aquella forma de defenderse, pues no sabía si eran amigos o enemigos los que llegaban a preguntar por su hijo. La mujer permitía que la gente sacara sus propias conclusiones.


Sobre las brujas

   Desde niño creí en brujas e hice el intento de cazarlas. Contaba la gente que, para volar, las brujas se quitaban las piernas de las rodillas hacia abajo y las colgaban del alero de las casas de paja y bahareque; y que si uno les untaba limón en la coyuntura, las piernas no pegaban. Con limón tajado entre manos, busqué medias-piernas, pero nunca encontré. 
   Después supe que, para cazarlas, había que colocarse las ropas al revés. Tal vez por eso jamás cacé una, porque lo de las ropas al revés lo supe cuando ya estaba grande… y no creía en brujas. Para cazar brujas, es necesario creer en ellas.


La hora

   Las campanas de la torre empezaron a tocar a rebato y por su cuenta. La gente entonces se congregó en la plaza, frente a la iglesia, y preguntó a las campanas:
   —¿A qué se debe tanto alboroto?
   Las campanas respondieron:
   —A que ya es la hora.
   —¿La hora de qué?
   —Ah, ese es problema de ustedes. Nosotras nos encargamos sólo de dar la hora, ¡pero ya es la hora!
[Almacosario (o… cosas con alma)]