Bienvenidos a la edición cibernética de la Revista Ekuóreo, pionera de la difusión del minicuento en Colombia y Latinoamérica.
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domingo, 4 de septiembre de 2011

30. Magos II



La secta del loto blanco
   Richard Wilhelm

   Había una vez un hombre que pertenecía a la secta del Loto Blanco. Muchos, deseosos de dominar las artes tenebrosas, lo tomaban por maestro.
   Un día el mago quiso salir. Entonces colocó en el vestíbulo un tazón cubierto con otro tazón y ordenó a los discípulos que los cuidaran. Les dijo que no descubrieran los tazones ni vieran lo que había adentro.
   Apenas se alejó, levantaron la tapa y vieron que en el tazón había agua pura y en el agua un barquito de paja, con mástiles y velamen. Sorprendidos, lo empujaron con el dedo. El barco se volcó. De prisa lo enderezaron y volvieron a tapar el tazón.
   El mago apareció inmediatamente y les dijo:
   —¿Por qué me habéis desobedecido?
   Los discípulos se pusieron de pie y negaron.
   El mago declaró:
   —Mi nave ha zozobrado en el confín del Mar Amarillo. ¿Cómo os atrevéis a engañarme?
   Una tarde, encendió en un rincón del patio una pequeña vela. Les ordenó que la cuidaran del viento. Había pasado la segunda vigilia y el mago no había vuelto.
   Cansados y soñolientos, los discípulos se acostaron y se durmieron. Al otro día la vela estaba apagada. La encendieron de nuevo.
   El mago apareció inmediatamente y les dijo:
   —¿Por qué me habéis desobedecido?
   Los discípulos negaron:
   —De veras, no hemos dormido. ¿Cómo iba a apagarse la luz?
   El mago les dijo:
   —Quince leguas erré en la oscuridad de los desiertos tibetanos y ahora queréis
engañarme.
   Esto atemorizó a los discípulos.



El enviado
   Simón el Mago

   Yo poseo la ciencia del bien y del mal; yo lavo la sangre y la infamia, y para probarlo puedo obrar milagros. Nerón me quiso decapitar y cayó la cabeza de un carnero. Cuando me persiguen ando sobre las aguas, si estoy en la costa; y si en el interior, me remonto a las nubes y luego bajo con el rayo que del cielo cae, emanación del fuego de que Dios está formado. Cambio de figura; me convierto en insecto o en pájaro, según me place. Una vez que me enterraron vivo, resucité radiante al tercer día.





La protección por el libro
   Gerald Willoughby-Meade

   El literato Wu, de Ch’iang-Ling, había insultado al mago Chang Ch’i Shen. Seguro de que éste procuraría vengarse, Wu pasó la noche levantado, leyendo a la luz de la lámpara, el sagrado libro de las Transformaciones. De pronto se oyó un golpe de viento, que rodeaba la casa, y apareció en la puerta un guerrero, que lo amenazó con su lanza. Wu lo derribó con el libro. Al inclinarse para mirarlo, vio que no era más que una figura, recortada en papel. La guardó entre las hojas. Poco después entraron dos pequeños espíritus malignos, de cara negra y blandiendo hachas.
   También éstos, cuando Wu los derribó con el libro, resultaron ser figuras de papel.
   Wu las guardó como a la primera. A media noche, una mujer, llorando y gimiendo, llamó a la puerta.
   —Soy la mujer de Chang —declaró—. Mi marido y mis hijos vinieron a atacarlo y usted los ha encerrado en su libro. Le suplico que los ponga en libertad.
   —Ni sus hijos ni su marido están en mi libro —contestó Wu—. Sólo tengo estas figuras de papel.
   —Sus almas están en esas figuras —dijo la mujer—. Si a la madrugada no han  vuelto, sus cuerpos, que yacen en casa, no podrán revivir.
   —¡Malditos magos! —gritó Wu—. ¿Qué merced pueden esperar? No pienso ponerlos en libertad. De lástima, le devolveré uno de sus hijos, pero no pida más. 
   Le dio una de las figuras de cara negra.
   Al otro día supo que el mago y su hijo mayor habían muerto esa noche.


El hermano serpiente
   Ana María Shua

   En su lecho de muerte, el padre le entrega un cofre. Adentro del cofre vive una serpiente.
   —Esta serpiente —dice el moribundo— es tu hermano, fruto de mis amores con una mujer demonio. Lo confío a tu cuidado.
   El hijo consagra su vida a la caza de ranas y ratones para alimentar a la serpiente, creyendo que su padre sufre en la Gehena el castigo de los lujuriosos o los magos, sin saber que se cuece, en realidad, en el círculo destinado a los bromistas.



Consolación
   Guillermo Bustamante Z.

   Cuando las artes del mago se acrecentaron hasta el límite de lo posible, sintió la necesidad de retar al cosmos entero. Un conjuro, culminado con un amplio movimiento de sus brazos, hizo que todo —incluso el mago mismo— cesara de ser. Pero como eso le acarreara una suerte de vacío ontológico, se vio impulsado a realizar una serie de nuevos prodigios que comenzó con la sentencia: “¡Hágase la luz!”…


Ars poética
   Guido L. Tamayo

   Li Ching empuñó con destreza la última espada y con rápido gesto atravesó el cajón de negra y hermosa caoba. Después vino el aplauso cerrado, la celebración del prodigio, la genuflexión agradecida del mago y su saludable consorte. Caído el telón y ya desierta la sala, del antiguo cajón de fina madera empezó a brotar un surco de sangre que fue a manchar la pulcra superficie del escenario.


Perspectivas
   Rafael García Zuluaga

   Finalizado el acto —variante del clásico “cortar a una persona en dos”—, el ilusionista agradece la colaboración del espontáneo y le pide que regrese a su puesto. La parte inferior de éste baja del escenario y corre hasta su silla; la superior, pendida en el aire, contempla con horror cómo el teatro se pone de pie para ovacionar al mago.